Pedro Castillo y Alberto Fujimori, tan lejos y tan cerca. De momento, en el mismo penal, Barbadillo, en el distrito limeño de Ate. La Policía trasladó en la madrugada al presidente destituido, tras decretar el juez Juan Carlos Checley, de la Corte Suprema, prisión preventiva durante 18 meses debido a su «conducta obstruccionista y de fuga».

La Historia del Perú, tan traviesa, se escribe desde hace demasiado tiempo con renglones torcidos, en este caso con la impecable letra de molde del maestro de Cajamarca, más sindicalista que profesor. Es la letra que exhibe en cada una de sus cartas desde el despacho en el que permaneció durante ocho días tras fracasar en su golpe contra el Estado de Derecho. Son soflamas incendiarias con las que pretende echar más gasolina a un fuego que ya se ha llevado por delante la vida de una veintena de personas.

Uno de los ministros del abanderado del partido marxista leninista Perú Libre (PL) ha desvelado en estos días que Castillo intentó indultar al padre de su rival presidencial, Keiko Fujimori. Al final, pese a situarse en las Antípodas ideológicas, Castillo evocó el autogolpe de Fujimori de 1992, pero sin ningún éxito.

El magistrado Checley sustentó las peticiones de Fiscalía por los delitos de rebelión, conspiración, abuso de autoridad y grave perturbación contra la tranquilidad pública, por lo que finalmente Castillo puede ser condenado a entre 10 y 20 años de prisión. A su ex primer ministro, Aníbal Torres, el Rasputín del Palacio Presidencial, le fue mejor gracias a que está a punto de cumplir 80 años: de momento, el cómplice de Castillo deberá comparecer periódicamente en los Juzgados y sufrirá restricciones en su libertad.

Sabedor de la que se le venía encima, Castillo se negó a participar en la audiencia, pero sí azuzó todo lo que pudo a sus seguidores, gracias a las comodidades que ha disfrutado en el despacho que se le dispuso durante su encierro preliminar. Con el teléfono móvil que le proporcionó un militar, Castillo publicó en su cuenta de Twitter una carta de su puño y letra en la que alertaba a sus compatriotas contra la presidenta Dina Boluarte y la embajadora de EEUU en Lima, Lisa Kenna, a quien acusó falsamente de «dar la orden de sacar las tropas a las calles y masacrar a mi pueblo indefenso».

Mientras el destino de Pedro El Breve, dictador por dos horas en la América Latina de las tiranías que parecen internas, se decidía en una sala judicial, la sangre de decenas de peruanos corría por sus calles. La toma por los rebeldes del aeropuerto de Ayacucho provocó al menos ocho muertos, por heridas de las balas disparadas por el Ejército, que llegó a usar armamento de guerra. Una represión demencial en una tierra sembrada de dolor durante los años de Sendero Luminoso.

«Se abrió fuego indiscriminadamente. No sólo se utilizaron helicópteros para lanzar bombas lacrimógenas en el aeropuerto, también en otras zonas de la ciudad», se quejó la Defensoría del Pueblo.

Los vídeos que circulan en las redes sociales son estremecedores, un baño de sangre que no se ha detenido con la promulgación del Estado de emergencia y que ha obligado al gobierno a decretar toque de queda en varias provincias del sur andino.

Además de los muertos en estos combates también hay víctimas, al menos tres menores, por culpa de los bloqueos en las carreteras y en los aeropuertos. Como un bebé de 12 días, quien falleció por no llegar a tiempo desde Huancavelica al hospital limeño donde le iban a intervenir una cardiopatía congénita.

Las bajas civiles ya han provocado las primeras dimisiones en el gabinete de la presidenta Boluarte. «La muerte de connacionales no tiene justificación alguna. La violencia del Estado no puede ser desproporcionada y generadora de muerte», expuso la ya ex ministra de Educación, Patricia Correa.

«Se hace insostenible mi permanencia en el gobierno», añadió Jairo Pérez, hasta ayer titular de Cultura.

En los círculos políticos se cree que no serán las únicas bajas en el gobierno de una presidenta que no sólo sufre las protestas en las calles, apoyadas por la izquierda radical, sino también la presión en un Congreso que ayer no aprobó la reforma constitucional para el adelanto electoral, con sólo 49 votos a favor, 33 en contra y 25 abstenciones. Una vez más el Parlamento constató por qué es la institución más criticada por los peruanos. Sólo los fujimoristas de Fuerza Popular y los centristas de Alianza para el Progreso votaron de forma casi unánime por el adelanto, con el resto de los grupos divididos.

De momento, el Parlamento prolongará la actual legislatura, que concluye con el año, hasta finales de enero, para poder así cumplir los trámites legales para las nuevas elecciones.

«El Estado implosiona y en el proceso se defiende a sangre y fuego. Lo que no debemos olvidar es al farsante, corrupto y golpista que traicionó a sus votantes y que prolonga la agonía evaluando sus intereses. Mientras que el caos y la muerte se enseñorean en el Perú», protestó la historiadora Carmen McEvoy.