Frente a unos grandes incendios forestales dopados por el cambio climático, en Extremadura tratan de crear paisajes más diversos y resistentes al fuego.
Frente a unos grandes incendios forestales dopados por el cambio climático, en Extremadura tratan de crear paisajes más diversos y resistentes al fuego.

Cuando se apagan las llamas de un incendio, a la tristeza por ver el monte quemado se suele suceder el deseo de verlo de nuevo verde y que sea pronto. Lo habitual es querer plantar árboles, no cortarlos. Pero eso es precisamente lo que han decidido hacer en la Sierra de Gata, en Extremadura, cansados de los gigantescos incendios que año tras año azotan la zona: en 2015, en 2022 y otra vez en 2023, en uno de los peores incendios de lo que va del año.

El punto de inflexión se produjo en el verano de 2015, tras un fuego de origen intencionado que quemó unas 8.000 hectáreas. No era la primera vez que ardían aquellos montes del norte de Cáceres, muy cerca de la raya con Portugal. Otros monstruos de fuego habían encontrado allí el mejor combustible posible: un océano verde de monocultivos de pinos, fruto de las repoblaciones de mediados del siglo pasado. Y tampoco fue la última. Este mismo mayo, el fuego devoró más de 10.000 hectáreas en las Hurdes y Sierra de Gata, obligando a desalojar a más de 300 vecinos.

“Son plantaciones poco naturales y muy degradadas, que se han quemado muchas veces y que alimentan el siguiente incendio”, cuenta Fernando Pulido, investigador de la Universidad de Extremadura, sobre la debilidad de esos montes ante los grandes incendios. Cuando prende la llama, ya sea por un accidente o por hacer daño –la mayoría de fuegos en la zona son intencionados– “la catástrofe está casi garantizada”.

Cansado de que la historia se repitiese, este biólogo se puso al frente de una iniciativa que, seis años después, está comenzando a cambiarle la cara a estas comarcas. La idea era sencilla: clarear el pinar en zonas estratégicas para meter rebaños de ovejas y cabras, aprovechar la resina o incluso transformarlo en cultivos, como castaños o cerezos.

“Es una porción del territorio que mitiga o que limita la expansión de un posible incendio, como un cortafuegos cualquiera, pero que se mantiene gracias al trabajo de un agricultor, un ganadero o un resinero”, apunta el investigador, que llama a estas zonas intervenidas “cortafuegos productivos”.

El nombre del proyecto, Mosaico Extremadura, sintetiza esta idea. Se trata de convertir una masa de alto riesgo compuesta por plantaciones –no bosques propiamente dichos– de una sola especie, muy alejadas de un ecosistema boscoso natural, en un mosaico agrosilvopastoral, donde convive un bosque más diverso con zonas de pasto, huertos o cultivos.

Es una estrategia preventiva que nace frente a unos grandes incendios dopados por el cambio climático, en una nueva era en la que el calor y la sequedad extrema de la vegetación hacen que sea cada vez más fácil que un fuego desborde la capacidad de los equipos de extinción.

En esa misma estrategia insisten cada vez más voces del mundo científico y conservacionista. Este año, más de 400 personas e instituciones del sector se unieron en una inusual llamada de alerta. Reclaman un cambio de enfoque para prevenir estos desastres “fomentando donde sea necesario la heterogeneidad del paisaje y promoviendo la conservación de la naturaleza, con el apoyo de herramientas como la selvicultura, el uso del fuego y la herbivoría (doméstica y salvaje)”.

La declaración conjunta, promovida por la Fundación Pau Costa –creada en memoria de un bombero forestal fallecido en primera línea de fuego en 2009–, defendía que “la falta de gestión del paisaje lleva a escenarios indefendibles ante situaciones de grandes y simultáneos incendios forestales.”

“Hay que introducir más complejidad en los bosques, no grandes extensiones de una sola especie, como se hacía antes. Generar más mosaicos, y combinar zonas más abiertas con otras arboladas”, incide Santiago Sabaté, profesor de ecología de la Universidad de Barcelona e investigador del CREAF, una de las instituciones firmantes.

Ese paisaje más diverso no sólo es más resistente al paso del fuego, también crea vida en los pueblos. “Estamos en un escenario climático en el que los incendios ya no se pueden apagar con bomberos y helicópteros, necesitamos que el paisaje se adapte a esa nueva realidad. En lugar de combatir las llamas, hay que combatir el abandono rural”, asegura Fernando Pulido desde Extremadura.

El investigador incide en que lo que hacen no es “restauración ecológica clásica” sino, en todo caso, “restauración preventiva”. Jordi Cortina, catedrático de Ecología de la Universidad de Alicante, coincide en que este es el enfoque que hace falta en muchos territorios. “Nos encontramos con un paisaje absolutamente nuevo, con una abundancia forestal y un cambio climático sin precedentes”, asegura Cortina, que asegura que “antes de plantar, hay que gestionar los bosques que tenemos”.

Nos encontramos con un paisaje absolutamente nuevo, con una abundancia forestal y un cambio climático sin precedentes

Jordi Cortina — Catedrático de Ecología de la Universidad de Alicante y presidente del Capítulo Europeo de la Sociedad para la Restauración Ecológica (SER)

Este científico, que dirige en Europa la Sociedad para la Restauración Ecológica, defiende que una de las claves para restaurar es implicar a la población local, además de pensar los proyectos a medio y largo plazo. “No se puede restaurar yendo una vez, haciendo una plantación y largándose. La gente está bastante harta de que ocurra esto, de que vengan, planten, y nadie mantiene y nadie evalúa. Eso ha sido desastroso”, prosigue Cortina.

En el caso de Extremadura, lo que marca la diferencia es que toda esa actividad nueva no se ha concebido desde fuera, sino que ha tenido como protagonista a la población local. En estos años, el proyecto ya ha recogido más de 200 iniciativas, ideadas por gente de los pueblos y también por nuevos pobladores. “Una respuesta masiva”, asegura Pulido.

Su papel desde la Universidad consiste en ayudar a “lidiar con la administración y todos los trámites burocráticos” que supone, por ejemplo, plantar un campo de olivos en una zona clasificada como forestal. El agradecimiento, según cuenta, suele llegar en forma de quesos, cabritos, cajas de cerezas o botes de miel producidos en esos “cortafuegos productivos”. Y deja un recado a los responsables políticos: “hay muchas restricciones legales y administrativas que impiden crear un territorio más resistente a los grandes incendios. Si no facilitamos el cambio del uso forestal a agrícola, se mantendrán las masas forestales que generan el alto riesgo de incendios”.